“Una taza de realidad”


Julián despertaba cada día con una nube negra flotando sobre su cabeza. Antes de abrir los ojos, ya imaginaba las tragedias que el universo tenía preparadas para él: un accidente al cruzar la calle, una llamada con malas noticias, una enfermedad silenciosa que lo consumía sin que lo supiera. Por eso, había dejado de salir. Su mundo era su apartamento: paredes grises, cortinas cerradas, y un silencio que solo rompía el reloj de la cocina. Afuera estaba el caos. Adentro, el control.

Pero una mañana, entre los suspiros y la autocompasión, algo lo empujó. Tal vez fue la soledad pegajosa que se acumulaba como polvo o el recuerdo lejano de que la vida antes tenía sabor. Se puso una chaqueta vieja, bajó por las escaleras evitando mirar a nadie, y caminó hasta la cafetería de la esquina, un localcito que siempre había considerado “demasiado alegre” para su gusto.

Entró, se sentó en la mesa más alejada, pidió un café con voz seca. A los pocos minutos, llegó la mesera: joven, sonrisa natural, ojos vivaces. Pero en su entusiasmo, al dejar la taza, un poco de café se desbordó y manchó la mesa.

—¡Claro! —exclamó Julián, con el ceño fruncido—. No podía ser perfecto, ¿verdad? Un simple café también tenía que arruinarse.

La mesera lo miró sin perder la calma. Tomó una servilleta, limpió la mesa con movimientos suaves, y luego dijo algo que lo desarmó:

—¿Sabe qué es curioso? Que justo esta mañana me tropecé con una señora que llevaba flores para su hija fallecida. La ayudé a recogerlas. Me contó que cada flor era un recuerdo. Dijo que cuando uno ha perdido lo que más ama, aprende a agradecer cada pequeño desastre… porque eso significa que aún estás aquí, en el juego, viviendo.

Julián no supo qué decir. El silencio que siguió no era como el de su apartamento. Era un silencio que hacía eco, uno que abría puertas internas. Observó el café, el pequeño derrame, la calidez de la taza entre sus manos.

—¿Sabe? —dijo bajito—. Hace mucho que nadie me hablaba así.

—Tal vez porque hace mucho que no se deja encontrar —respondió ella, con una sonrisa sincera.

Julián volvió la semana siguiente. Esta vez, pidió el café sin miedo al derrame.

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