“Donde duelen las lágrimas”
Desde que tenía memoria, Abril recordaba las palabras de su madre como un rezo tallado en piedra:
“Las mujeres solas no lloran, hija. Las mujeres solas resisten.”
Y su madre sabía de resistencias. La había criado sola, con tres trabajos, sin pausas ni quejas, como una roca en medio de un río bravo. Llorar era un lujo que simplemente no podían permitirse. Así creció Abril: dura, brillante, intocable. Nunca se permitió la flaqueza. En la escuela, era la mejor. En la universidad, destacada. Y como doctora, implacable.
Pacientes morían. Niños, ancianos, madres. Ella apretaba la mandíbula, tomaba aire, y seguía. Sus colegas la admiraban. Sus internos la temían. “Fría pero eficiente”, decían. “Una mente de acero”. Ella misma se lo repetía, como un escudo: “No hay tiempo para sentir. No hay espacio para caer”.
Hasta que una tarde cualquiera, todo cambió.
Fue con su madre. Tenía 78 años. Un infarto la tomó por sorpresa en la cocina, mientras le preparaba a Abril su sopa favorita. Abril corrió, intentó reanimarla con manos expertas y corazón agitado. Gritó instrucciones médicas que nadie escuchaba. La sostuvo entre sus brazos mientras su pecho se detenía y sus ojos se cerraban como si descansaran por fin.
Y entonces… algo se quebró. No en su madre. En ella.
Una grieta en lo más profundo. Un sollozo contenida por décadas. Una niña que, por fin, ya no podía fingir ser fuerte.
—No... —susurró—. No ahora. No tú…
Y lloró.
No lágrimas discretas. No llanto de película. Lloró como si el mundo fuera agua. Como si cada célula de su cuerpo soltara un dolor acumulado por años. Lloró por su madre, por todos los pacientes que nunca lloró, por la niña que creció confundiendo fortaleza con silencio.
Días después, volvió al hospital. Algo era distinto. Sus manos eran igual de firmes, su mente igual de aguda. Pero ya no evitaba las miradas dolidas. Cuando una madre perdía a su hijo, no solo daba pésames correctos. A veces, simplemente se sentaba en silencio. Y, si la otra mujer lloraba, tomaba su mano.
Una interna le preguntó una vez:
—Doctora… ¿cuándo se aprende a manejar el dolor?
Y Abril respondió, suave:
—No se maneja. Se atraviesa. A veces con lágrimas. A veces sin. Pero siempre, con humanidad.
La siguiente vez que vio a una madre soltera con su hija en consulta, se inclinó y dijo:
—Recuerda esto, pequeña: ser fuerte no es no llorar. Es aprender a llorar… y seguir caminando.
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