"Los colores de Mateo"
“Los Colores de Mateo”
Tamara soñó con tener un hijo como esos que veía en las películas: risueño, sociable, lleno de preguntas y abrazos. Pero Mateo llegó al mundo con un silencio distinto, con la mirada perdida en las luces y objetos, no hablaba, sólo observaba . A los dos años, le dieron el diagnóstico: autismo severo.
Tamara no lloró. Se armó de cuadernos, apps, videos, especialistas. Juró que haría todo lo que fuera necesario para "reparar" a su hijo. Lo llevó a terapias conductuales, dietas extremas, sesiones de estimulación sin descanso. Pasaban más tiempo en consultorios que en plazas.
Cada logro pequeño —como que Mateo sostuviera un lápiz o repitiera una palabra— lo celebraba como una batalla ganada. Pero en las noches, cuando su hijo se balanceaba en la oscuridad con los ojos fijos en el ventilador del techo, ella se quebraba. ¿Por qué no podía simplemente ser como los demás?
Un día, agotada, lo llevó a una clase de arte terapéutico porque ya no sabía qué más intentar. Mateo, que apenas toleraba el contacto, se metió las manos en la pintura y comenzó a trazar círculos azules sobre la hoja. Luego naranjas. Luego una espiral enorme, como un remolino. No dijo nada. Pero no necesitaba.
La terapeuta la miró y le dijo con una ternura que dolía:
—Señora Tamara, él no está roto. Usted está luchando contra lo que cree que debería ser. Pero él ya es.
Tamara no respondió. Pero esa noche, en lugar de mirar tutoriales o foros de recuperación, se sentó junto a Mateo. No intentó que hablara. Solo lo miró pintar, con las manos llenas de color. Por primera vez, no sintió lástima. Sintió paz.
Desde entonces, dejó de buscar un "cambio" y empezó a construir puentes. No para llevar a Mateo a su mundo, sino para visitarlo en el suyo. Aprendió a leer sus gestos, a compartir sus rutinas, a entender que el amor no siempre se dice con palabras.
Mateo nunca fue como los otros niños. Fue como él. Y Tamara, al fin, fue madre del hijo que tenía, no del que había imaginado.
Y en esos trazos azules y naranjas, descubrió que la normalidad es una idea prestada. El amor, en cambio, es verdadero cuando se da sin condiciones.
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¿Querés que te lo adapte a un monólogo teatral o a formato cuento ilustrado?
Lucía soñó con tener un hijo como esos que veía en las películas: risueño, sociable, lleno de preguntas y abrazos. Pero Mateo llegó al mundo con un silencio distinto, con la mirada perdida en luces que solo él veía, y una risa que aparecía sin causa aparente. A los dos años, le dieron el diagnóstico: autismo severo.
Lucía no lloró. Se armó de cuadernos, apps, videos, especialistas. Juró que haría todo lo que fuera necesario para "reparar" a su hijo. Lo llevó a terapias conductuales, dietas extremas, sesiones de estimulación sin descanso. Pasaban más tiempo en consultorios que en plazas.
Cada logro pequeño —como que Mateo sostuviera un lápiz o repitiera una palabra— lo celebraba como una batalla ganada. Pero en las noches, cuando su hijo se balanceaba en la oscuridad con los ojos fijos en el ventilador del techo, ella se quebraba. ¿Por qué no podía simplemente ser como los demás?
Un día, agotada, lo llevó a una clase de arte terapéutico porque ya no sabía qué más intentar. Mateo, que apenas toleraba el contacto, se metió las manos en la pintura y comenzó a trazar círculos azules sobre la hoja. Luego naranjas. Luego una espiral enorme, como un remolino. No dijo nada. Pero no necesitaba.
La terapeuta la miró y le dijo con una ternura que dolía:
—Lucía, él no está roto. Usted está luchando contra lo que cree que debería ser. Pero él ya es.
Lucía no respondió. Pero esa noche, en lugar de mirar tutoriales o foros de recuperación, se sentó junto a Mateo. No intentó que hablara. Solo lo miró pintar, con las manos llenas de color. Por primera vez, no sintió lástima. Sintió paz.
Desde entonces, dejó de buscar un "cambio" y empezó a construir puentes. No para llevar a Mateo a su mundo, sino para visitarlo en el suyo. Aprendió a leer sus gestos, a compartir sus rutinas, a entender que el amor no siempre se dice con palabras.
Mateo nunca fue como los otros niños. Fue como él. Y Lucía, al fin, fue madre del hijo que tenía, no del que había imaginado.
Y en esos trazos azules y naranjas, descubrió que la normalidad es una idea prestada. El amor, en cambio, es verdadero cuando se da sin condiciones.

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